¿Cómo puedo ofrecerle a esta gente lo mejor que tengo para que lleven una vida distinta?
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"¿Cómo puedo ofrecerle a esta gente lo mejor que tengo para que lleven una vida distinta?"
Homero Apodaca, SJ
Homero Apodaca, SJ pasó del profundo silencio interior a las intensas experiencias con gente de carne y hueso en Brasil o el llano jalisciense mientras fortalecía su vocación. Es uno de los cuatro jesuitas mexicanos que se ordenarán el 18 de julio en el ITESO.
Por Enrique González
La entrevista con Homero Apodaca López, SJ (San Diego, 2 de julio de 1979) es en el ITESO. Viene llegando de Manzanillo, adonde se fue a descansar después de culminar sus estudios de Teología en la Ibero de la Ciudad de México.
Lo acompaña su amigo y hermano jesuita José Vázquez, otro de los cuatro sacerdotes que se ordenarán el 18 de julio en esta universidad, la misma en la que Homero y Pepe estudiaron Filosofía y Ciencias Sociales hace algunos años.
El mar de Tijuana, donde Homero creció después de nacer en San Diego, estuvo muy cerca de sus primeros pensamientos dirigidos a esta orden religiosa que se esparce por todos los continentes. Rondaba los 20 años.
"Yo caminaba mucho por la playa, crecí frente al mar. Recuerdo que hubo mucho tiempo de silencio y me empecé a preguntar qué onda con mi vida. Estudiaba Derecho en la Ibero, todo estaba como muy armado y me empecé a preguntar si realmente estaba tan armado. Recuerdo que entré a trabajar en un despacho y me tocó presenciar que corrieran a alguien de su casa y dije: ‘Esto no es lo mío'".
Había pasado su niñez en colegios religiosos y el bachillerato en la prepa de la Ibero Tijuana. En su entorno no faltaba nada, pero muy cerca de su casa, sí. Tijuana es una ciudad de marcados contrastes económicos y con una migración forzada y añejos problemas derivados del crimen organizado.
"Este tipo de contrastes en algún punto me hicieron preguntarme si yo no estaba para otra cosa. No me quedaba claro ni el qué ni el cómo, así que empiezo a buscar y hay un momento en el que digo: ‘Sí, es la Compañía'. Fue muy fuerte. Tampoco es como si se te apareciera Dios", dice riéndose. "Más bien hubo como una convicción y me acuerdo que me paré y dije: ‘Sí, va por aquí'".
Un mes de silencio y oración en el Noviciado de Ciudad Guzmán le sirvió para decidir si se quedaba o no. Estaba en Puente Grande cuando sintió esa paz en su interior. Había decidido ser jesuita. Sus padres, sus dos hermanas y su hermano y algunas otras personas cercanas a la familia tuvieron sus dudas al principio, no lo creían.
‘Me decían: ‘Tú no eres para eso', y es que me gustaba salir, ir de fiesta, ¡como cualquier persona de mi edad!", cuenta Homero.
"Iba bajando unas escaleras, pasé por el cuarto del padre Ramón y justo ahí dije: ‘Hoy es el día más importante de mi vida'. Lo recuerdo como un sentimiento muy fuerte; no hubo lucecitas ni nada, solo una claridad que me invadió".
Tenía 24 años.
Hora de confrontar, de hacer el bien, de viajar y explorar
Vendrían entonces el trabajo en misiones, los ejercicios espirituales, los estudios de Filosofía en el ITESO, tres años de Teología en la Facultad Jesuita de Belo Horizonte, Brasil, los diálogos con los compañeros, la convicción de querer hacer "el bien"… Y en medio de todo eso, gente como aquella anciana de nombre María o aquella joven brasileña que quería aprender inglés de la que hablaré más tarde.
"En San Antonio, un rancho cerca de Apulco [el llano de Juan Rulfo], visitábamos [con José] los fines de semana a la señora María: inválida, viuda, sin hijos, una tragedia. Entrábamos cinco minutos, la saludábamos, y ella nos decía: ‘Ahí vienen otra vez a esta casa mugrosa…Los estaba esperando muchachos'. Era casi la primera casa a la entrada del pueblo, era la más pobre de los 2 mil habitantes del pueblo, y lo único que hacíamos era estar con ella, sentarnos a platicar, nada más, una vez a la semana".
Después colaboró en la organización VIHas de Vida, una estremecedora experiencia que le llevaba a visitar a los enfermos, algunos terminales, de VIH-Sida. En una ocasión, la madre de una joven muy enferma terminó consolándolo a él cuando empezó a llorar.
"Ánimo mijo, va con Dios", le dijo la señora.
"Eso me tocó muy fuerte", recuerda Homero. "Se trataba de llorar y reír con ellos, sentarte, acompañar, algo aparentemente muy sencillo, pero muy profundo al mismo tiempo".
Luego, durante un par de años le encargaron irse al sur del país para entrevistar a posibles candidatos a jesuitas. "La verdad, yo era el que decía que no, era el malo", se ríe. "Recuerdo que le pregunté al Provincial [en aquel entonces Carlos Morfín Otero, SJ]: ‘¿Y cómo voy saber si puede o no puede ser jesuita?'"
El Provincial de la Compañía en México le respondió que lo había puesto ahí por su buena intuición y su sólida formación espiritual.
"Me acuerdo claramente cuando [en Tapalpa] entrevisté a un cuate que aún está en la Compañía; él me estaba explicando un asunto y entonces dije: ‘Ahí está Dios, eso es Dios'. No pude decir más, fue como una sensación de estar presente cuando el otro confirma su vida".
La joven de la estola
Llegamos ahora a la joven brasileña. Trabajaba como prostituta en el centro de Belo Horizonte, en un complejo hotelero justo frente a la oficina de los jesuitas en donde colaboraba Homero.
"Yo entraba con unas religiosas a los cuartos, charlaba con ellas, les decía que nuestra oficina estaba cruzando la calle por si querían ir a lo que fuera; les ofrecíamos clases de inglés o corte de cabello, nada del otro mundo".
Homero solía poner un ejercicio que consistía en soltarle una palabra –universidad, por ejemplo– para que ella dijera en inglés otras que estuvieran relacionadas.
Un día Homero llegó a la clase sin una palabra, y cuando la brasileña le recordó el ejercicio, decidió improvisar: iglesia.
"Ella empezó con toda soltura a decir ‘acólito', ‘cruz alta', ‘casullas', ‘turiferarios'…" Homero estaba completamente sorprendido. ¿Por qué sabía tanto? La respuesta lo sacudió.
"Es que yo de chava fui catequista. Para mí ha sido muy sanador tener estos momentos contigo, con las hermanas, con las monjas. Aquí me he reencontrado con la Iglesia. Ustedes no me juzgan".
Fue tal el lazo que entablaron desde aquel día que Homero le pidió que le colocara la estola en una misa en Brasil, país en el que también trabajó en una favela de Belo Horizonte o pepenando basura en Sao Paulo.
Las renuncias que liberan
¿Cómo trabajas la renuncia, el celibato sacerdotal?, le pregunto.
"Jugar el juego de decir que no cuesta trabajo, es hacerle al tonto", responde Homero. "Hay una serie de renuncias serias, difíciles, sobre todo porque los seres humanos estamos llamados a amar".
"Dios se da de una manera relacional, así que toda relación que entablamos transita por nuestra vida, por nuestro cuerpo, por nuestras expresiones humanas y afectivas, y todas tienen una dimensión profunda de entrega. El celibato, la pobreza, la obediencia y la caridad transitan esto. Para nosotros sí implica soltar una serie de posibilidades humanas muy bellas por otras que nosotros hemos sentido y que implican sentirte libre de una manera distinta. Te permiten entablar otro tipo de relaciones con la gente, es decir, ya no es nada más la posibilidad de caminar con alguien de la mano, sino que ahora se trata de acompañarnos de un montón de gente".
Un ejemplo muy concreto le viene a la mente: hace unos cuantos años convivió con unos bolivianos que llevaban 10 años malviviendo a las afueras de Buenos Aires y que trabajaban casi como esclavos cosiendo pantalones que vendían a un dólar.
"Yo me preguntaba: ‘¿Cómo ofrecerles a estas personas la mejor asesoría? ¿Cómo puedo ofrecerle a esta gente lo mejor que tengo y lo que soy para que puedan llevar una vida distinta?' En ese momento dije: ‘Todo esto tiene sentido por ellos'. Por eso las renuncias no pueden estar alejadas de las presencias; de no ser así, no valdría la pena vivir una vida de renuncias".
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